26 noviembre 2010

INFANCIA SIN MALTRATO

                                                              

INFANCIA SIN   MALTRATO
(Alegría del alma)


Cuando niño, por las tardes, sentado en la puerta de casa, miraba extasiado el  regresar de bandadas de tiuque que agotados iban a descansar en unas tupidas arboledas que quedaban detrás del hospital viejo, a unos 500 metros de mi atalaya.

Venían cansados de sus correrías diarias y similares a grupos humanos se unían en diferentes bandadas. A lo mejor no eran amigos de los otros grupos. A lo mejor se sentían superiores a los otros. Pero igual que seres humanos tenían un lugar común, una ciudad, un país, un trozo de tierra: su dormitorio.

Eran longevos árboles de tupidos ramajes, cual ancianos envueltos en gruesas mantas.

Les protegían del frío en las gélidas y lluviosas noches invernales y de las ocasionales garúas de la época estival.

Era una transitoria vivienda. Por techo tenían el infinito cielo que los abrazaba y les mostraba sus exuberantes pinturas de un atardecer donde el Sol iniciaba su retirada cansado de alumbrar y se iba hundiendo poco a poco detrás de la inmensidad lanzando sus últimos suspiros luminosos que los tiuques recibían con ruidosas manifestaciones de desaprobación.

Pero en noches de luna llena sus alharacas disconformidades las trocaban en placenteros sueños porque se sentían emocionados por esa gran lámpara natural.

 No estaban solos, aislados. Madre naturaleza les proveía de placidez y los tranquilizaba, con la tibieza que de mil maneras les hacía llegar. ¡Eran sus hijos!

Ellas, esas pintorescas avecillas, siguiendo un instinto que les fuera dado por adaptación a su biosfera, recogían y ayudaban a crecer a sus hijos pero también a aquellos polluelos huérfanos.

Pensaba cuántos pichones de esas avecillas no regresaban por encontrar en su destino un triste final. Tal vez un cazador “deportivo”, furtivo, los devoró con sus balas asesinas o los dejó huérfanos, y triste volaban en ese grupo, solitarios para siempre.

Un escalofrío recorría mi cuerpo .Miraba hacia el lado y veía a ella: Mi madre que sentada a mi lado apretaba mi mano y acariciaba mis temores disipándolos. Era un niño protegido y su ternura me envolvió hasta edad adulta.

¿Cómo podía saber yo que otros niños sufrían, como esos polluelos solitarios de tiuques?

Que esos infantes carecían de caricias por tener padres que no eran padres sino sólo progenitores de niños. ¿Padres castigadores?.¡No! Un remedo de hombre no puede dignificarse llamándole padre. Hijos maltratados por bestias humanas que satisfacen su cobardía de ser incapaces de enfrentar la vida, culpando a sus hijos de sus fracasos, manifestando su “hombría” castigándoles.
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Sé que las autoridades pertinentes están tratando de elevar el castigo a estos delincuentes disfrazados de “padres”.

Pero es conocido que la prevención es la solución. No es usando paraguas como se calma la lluvia. Es un problema país y está muy relacionado con la Educación en su dimensión horizontal.

Por eso todos los chilenos que hemos tenido la suerte de tener un hogar bien constituido tenemos la obligación moral de aportar nuestro granito de arena en nuestro actuar diario y dar ejemplo de alma grande usando nuestra voluntad y no quedar como seres débiles que sólo permanecen en el deseo.

¡No a involucrarse! ¡Sí a comprometerse!

Un día, mi madre que era viuda, me soltó su mano y sus ojos dejaron de mirarme.

Me sentí como esas avecillas que seguían al grupo, pero iban solitarias volando su tristeza.

Nunca más sentí ese amor que sólo pude encontrar en esa mujer que tanto dio y que tan poco recibió.

Su ausencia me hizo comprender aquel sabio proverbio oriental: “Gobierna tu casa y sabrás cuánto cuesta la leña y el arroz; cría a tus hijos y sabrás cuanto debes a tus padres.”

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