21 noviembre 2010

LA DECISIÓN


LA DECISIÓN

Juan Pablo estaba sentado en el jardín de su preciosa casa. Descansaba en una cómoda silla de playa y sus ojos de expresión triste aparecían como dos fogatas apagadas desde hacía mucho tiempo.

Su todo expresaba un cansancio no físico que se exteriorizaba en una amalgama de matices de abulia, desencanto, desaliento, contrariedad. En una palabra, para él, el brillo del sol no existía. El céfiro que a esa hora arrullaba suavemente las arboledas, no lo percibía. Las flores de un hermoso jardín que yacía generoso  rodeando su entorno y que exhalaban mil  aromas en abanico de olores tropicales, no las veía.

Su vista, su oído, su olfato, sus sensaciones, habían muerto para el presente. Estaban ausentes, sumergidas profundamente en un ayer  que se obstinaba  en desenterrar a cada instante- En un ayer que fue, pero que se asía a él como un nudo en la garganta que apretaba y apretaba  hasta ahogarlo. Y, entonces, se alzaba presto de su asiento y lanzaba al aire un alarido de loco que traspasaba el vecindario e iba, tortuosamente, a morir en unas roquerías de la playa contigua  a su casa.

Se acercaba el año del suceso que trocó el encanto de su vida en irritante pesadilla.

¡Papá, papito. ¡Mira lo que encontré en la casa!.-Era su hijita Carola, de escasos cinco años, quién le sacara abruptamente de sus deprimentes recuerdos.

En sus inocentes manitas, exhibía, con orgullo, un hermoso gorro multicolor, de niñito, que hacía girar gozosamente frente a un desarticulado  hombre que, al verlo, se lo arrebató sin miramientos  y gritándole, enfurecido: ¡Nunca más tomes ese gorro!¡ Te lo advierto!

La niñita muy  asustada al ver la reacción de su padre, dio media vuelta y corrió, llorando, seguramente, donde su madre,  sin atinar a  comprender la sorpresiva actitud de su padre.

Cayó exangüe sobre el asiento de playa y lloró amargamente como suelen hacerlo las personas cuando  llegan al límite de sus fuerzas y se entregan estoicamente a una infeliz tribulación.

Sabía que había actuado mal con su pequeña Carola a quién adoraba ¿Qué culpa tenía ella de ese fatal día? ¡Nada!-Absolutamente nada. Tenía que superar aquello.

Su hogar poco a poco se iba derrumbando.

Su esposa Anita, a quién siempre amó y respetó, la notaba cada día, más y más melancólica y al igual que él no podía olvidar lo sucedido aquel aciago día. Pero, además, ella estuvo comprometida en ello y  a él, su marido, lo sorprendía mirándola con cierta aprehensión que ella interpretaba como desprecio, como indicativa de culpa, de arrepentimiento. Eso a ella le dolía profundamente y si él sufría ella llevaba una carga extra que ahora le pesaba cada día más y prefería de corazón no haber sido ella el motivo de la angustia de Juan Carlos.

Pero el Destino había hablado. Las cartas estaban echadas y nada  ni nadie podían cambiar lo ocurrido.

Ese infausto día, cuyos nefastos acontecimientos Juan  Pablo, prolongaba caprichosamente en su memoria, habían bajado a la playa como era habitual. El estaba de  vacaciones y junto a su familia, formada por su mujer Anita, Pedrito, su hijito de siete años y Carola su hija, menor de cuatro añitos, reposaban en la playa de  blancas  arenas y sometían sus cuerpos al tibio sol matutino que en el horizonte brillaba con destellos ”in crescendo”, a medida  que avanzaba la mañana.

Juan Pablo  queriendo brindar más entretención  a su familia les invitó a dar un paseo en un bote que ellos poseían. Esa playa era  solitaria y los únicos visitantes eran ellos.

Subieron al bote. Miraban el cielo que se oscurecía parcialmente por multitud de aves marinas que revoleteaban sobre sus cabezas y hundían sus cuellos fugazmente en las aguas para arrebatarles algún pez que les serviría de alimento a ellos y a sus crías que no lejos de ahí, esperaban hambrientas esos bocados.   
                                   
El mar estaba, habitualmente sereno y su marea baja, apenas alcanzaba la cercanía donde ellos reposaban y los niños metían sus piececitos  en ella y cuando se retiraba, la perseguían con la  ilusión de alcanzar ese suave oleaje que jugueteaba coquetamente con ellos

Todo estaba perfecto y el paisaje ideal. Una familia feliz. Cogían anhelante la brisa marina, cantaban tonadillas que pretendían acallar el ruido de las olas al chocar contra los roquedales que las esperaban encantadas de empujarlas  a su lecho, nuevamente. Era un juego milenario y la familia se deleitaba con estas travesuras de la naturaleza.

Lo único extraño que lograron captar, cuando era demasiado tarde, que las aves marinas desaparecieron por arte de magia.
El bote guiado con los remos que Juan Pablo asía fuertemente, estaba no lejos de la playa. Entonces sintieron como el agua descendía rápidamente. El mar se estaba recogiendo abruptamente que no dio tiempo a  Juan Pablo a reaccionar. El bote estaba semi varado cuando una inmensa ola barrió bote y pasajeros con tal violencia que todos, supuestamente, volaron por el  aire en diferentes direcciones.

Carola fue disparada directamente a la playa donde cayó, afortunadamente, en unas dunas que amortiguaron el golpe. Llorando y empapada totalmente corrió a casa guiada por un instinto de conservación y desde esa atalaya observó, aterrorizada, sin comprender, la tragedia que estaba ocurriendo en ese agitado mar.

Anita, la esposa de Juan Carlos, al venir la ola que volcó al bote, fue golpeada por uno de los remos y quedó semiinconsciente y lanzada a unos veinte metros del bote .Flotaba en el agua. Había pasado sobre ella la gruesa ola que siguió a la primera: Se hundía en el mar y a los segundos después, reaparecía. Era una mujer  de mediana contextura pero ahí estaba a disposición de las olas y medio ahogada y fuera de sí.

 Pedrito había quedado enredado en unos cordeles que había en el bote y junto a éste voló por los aires cayendo al lado opuesto donde yacía su madre. Su cuerpo en el agua y sus manitas enredadas entre los cordeles, le impedían intentar nadar hacia la playa lejana unos treinta metros.

Algo sabía de nadar. Por lo menos sabía flotar. Pero flotar con las manos atadas, aturdido, asustado y con la marejada azotándole contra el bote, sus fuerzas le iban abandonando y su fin parecía inminente- Entre lágrimas de angustia combinadas con agua salada, entrevió a su padre en medio del océano  a una distancia equivalente entre él y su  madre que manoteaba desesperadamente para mantenerse a flote ya que la embravecida mar no cejaba en su enojo. Tampoco podía pedir auxilio. Entre el ruido del mar y su boca vomitando agua poco se podía hacer.

 Era un escenario  dantesco por decir lo menos.

Juan  Pablo sabía nadar perfectamente y una vez que volvió a la superficie y habiéndose recuperado un poco del chapuzón del cual venía saliendo, observó desesperado la situación en que se encontraban.

Al divisar a su pequeña hija Carola salir ilesa de esa hecatombe, respiró aliviado elevando una silenciosa plegaria de agradecimiento al Hacedor. Mas, al ver la situación angustiante de sus otros dos seres queridos, quedó segundos, sin atinar a reaccionar. De él dependía  la salvación de ellos. Pero ¿A cuál intentar salvar primero? ¿Cuál de los dos podría resistir más? ¿Cual…?

Fueron milésimas de segundos los que transcurrían en su excitada mente y por ella pasaron miles de recuerdos en que aparecían esos dos seres queridos. En manos de él estaba que uno de ellos se salvara. Salvar a los dos era improbable. Como probable fuera que él tampoco  escapara con vida.

Segundos después nadó, vigorosamente hacia donde se encontraba…Anita. Veinte metros en una mar furiosa, choqueado, desarmado anímicamente, distanciándose cada vez más donde luchaba su hijo por  mantenerse a flote. El cordel, también se había encadenado a su cuello y esto aceleraba su inevitable desenlace. Juan Carlos ignoró esto y  a duras penas logró alcanzar a su esposa, cogerla con un brazo y nadar desesperadamente a la playa donde la dejó a salvo aunque muy venida a menos por la cantidad de agua tragada y por la tragedia que estaba viviendo y por la sensibilidad de madre abnegada, presentía un mal augurio.

Juan Carlos en el máximo de su cansancio sacó las últimas fuerzas que le quedaban y ayudado por la adrenalina que sus glándulas  segregaban como parte de sus defensas orgánicas, a duras penas alcanzó el bote volcado y con desesperación indescriptible observó la cadavérica fascie de su hijo muerto, ahorcado. No gritó, ni enloqueció y como si  nada hubiese ocurrido, soltó a su hijo  de las amarras causantes de su muerte y con la ternura que su hombría le permitía, lo abrazó y lo trasladó a la playa, mientras su corazón agonizaba minuto a minuto y sus ojos vidriosos de lágrimas renegaban de la decisión tomada .

Podría haber salvado a su hijo. Pero ¿Anita, su mujer?. Y si hubiese intentado salvar a su hijo  lo habría encontrado agónico .
Hubiesen sido dos las muertes Pues nadar hacia donde Anita hubiese sido,  también, demasiado tarde.

Se levantó de su asiento. Aún tenía el gorro de Pedrito que había quitado a Carola.

¡Carola!-llamó con fuerza e inflexiones en su voz que denotaban cariño. Carola llegó sumisa y apesadumbrada.

Su  padre la alzó en sus brazos tiernamente y le dijo: Toma este gorro de tu hermanito. Es para ti. Perdóname por lo de den antes. Nunca más te lastimaré. Tú y tu madre son mis dos tesoros. Pedrito, mi otro tesoro está en manos de Dios porque El quiso llevarse a Pedrito para salvar a tu madre. No fui yo quien decidió.

Habló en voz alta. La niña nada comprendía. Pero Anita lo había oído todo y corriendo hacia su marido, lo abrazó y le dijo lo que todo hombre quisiera escuchar del ser amado:¡Eres el mejor hombre y el mejor padre! Por eso te adoro y siempre estaré a tu lado en las buenas y en las malas.

Su mujer le había hecho una nueva promesa, pero, ahora, llena de madurez y certidumbre.

Juan Pablo la miró tiernamente, alzó la vista hacia lo alto y agradeció al cielo el haberle iluminado y encontrado el camino que había extraviado por no entender que el destino nos entrega, a veces, alegrías y otras , sinsabores que debemos superar.

El suplicio de Juan Carlos, la incertidumbre  de si había tomado una buena o mala decisión, llegaba a su fin y sus angustias y reproches estaban enterrados profundamente. El amor de su mujer y su hijita taponarían firme y eternamente esa tumba de inquietud.

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